28 mar 2011

Lalo en Calidoscopio



NADIE LLEVA LA CUENTA de las zancadas del caballo que llega a la meta del hipódromo. Quizás porque no es habitual el hacerlo. Muy probablemente porque tanto ella como Ruibérriz están troceando el pan en las gradas mientras yo les miro. Marías está por llegar. Algo de insólito debe tener calcular las zancadas exactas. Cuatrocientas cuatro digo al azar. Y ellos miran cómo el animal reduce el trote. El hipódromo está desierto y más de una vez hemos pensado en comernos a Lalo, nuestro caballo. Parece enfermo. Y cuentan los trozos de pan. En las puertas, lo que ha sido nuestro único y ordenado hogar hasta ese momento, se frotan las manos nuestros inversores y esperan sus dividendos. Hacen cola. Se quitan los gorros los unos a los otros. Se dan puntapiés. Se soplan en los dedos.

–Si repartimos un diez por ciento haremos frente a Stanwyck –apunta ella.

–Espero que nadie quiera retirar todo lo invertido –digo yo.




20 mar 2011

Ed Gein


Edward Theodore Gein tenía una camioneta que había sido revisada al menos en siete ocasiones. Los problemas de su caja de cambios eran de sobra conocidos en Plainfield (Wisconsin). Incluso, la llevó a revisar minutos después del secuestro de la señora Worden, con la señora Worden dentro, enrollado su cadáver entre mantas. Ed Gein acumulaba en su granja brazaletes, collares, trajes de noche, platos de sopa, impermeables y lámparas, todo ello trabajado a partir de la piel humana y demás restos de cadáveres que robaba del cementerio. Su nevera, cuando el ayudante del sheriff sospechó más de lo debido y comenzó el registro, estaba a rebosar de carne fresca. Nunca reconoció el sexo con los cadáveres. “Olían demasiado mal”, declaró. La historia que se ha escrito culpa a la represión sexual de la madre de Gein como causa de sus actos. Lo único cierto es que Ed idolatraba a su madre y la “habitación de mamá” era un exquisito altar barroco. Luego llegó Robert Bloch intentado recoger la historia en su Psicosis. Los habitantes de Plainfield quemaron su casa en un intento inútil, como el del protagonista de El Horla de Maupassant, de hacer desaparecer a sus propios fantasmas.

11 mar 2011

Carnaval


Alguien me dijo que soñó que cortaba la cabeza de un dragón y yo, esa noche, no pude evitar el enfrentamiento con un demonio. A partir de ahí se vino repitiendo un sueño sí y otro no; un sueño sí y otro no; un sueño sí y otro no. Entonces apliqué la valentía de mi amigo: en una de esas seccioné (yo también sé hacerlo) la cabeza del contrario. Un corte seco ejecutado con una espada imaginaria, de esas que a veces aparecen en las pesadillas o en los cuentos de Borges quién sabe bajo qué oculto motivo.
Y fue el otro día, comentando en la comida con mi esposa y mis niñas cualquier cosa de la televisión, en el momento que me llevaba la cuchara de sopa a la boca, cuando esa cabeza demoníaca cayó desde lo alto hasta la fuente de ensalada, en el medio de la mesa. Evidentemente yo no dije esta boca es mía, sorbí de la cuchara como si nada hubiese pasado. Después tapé, como pude y en un ejercicio hipócrita, los cuernos con hojas de lechuga, los cabellos rojos con remolacha y zanahoria. No resultó.
Mis hijitas se alertaron, chillaron, lloraron como nunca. Mi esposa me miraba sorprendida y los dos luchábamos, tenedor con tenedor, en la fuente de ensalada. Ella por apartar, yo por ocultar. Ganó ella y cogió la cabeza. La examinó, estiró de sus cabellos, revisó sus dientes.
-¡Queridas, es una careta! –grité sin pensarlo.
Y dejé servilleta en la mesa y se la quité de las manos. No paré hasta que me cupo y pude sacar la lengua por esa boca enrojecida de diablo. Luego prometí a mis niñas, entre muecas y como quien promete una minucia, un viaje a Disneyworld para Carnaval.





5 mar 2011

Altruismo



Nadie adivinó cómo llegó el muerto hasta allá, y menos aún cómo fue posible que llegara con ataúd y todo tan arriba, a la plaza más alejada del centro del pueblo. Una maraña de subidas y bajadas trazaba las líneas de las calles. La hipótesis que más chismes logró fue que había caído de un avión, de algún aparato de esos que alguna vez sobrevolaba los campos, en un despiste.
            Las mujeres que vivían por allí arriba, al ver que sus maridos no prestaban atención a la caja de madera, que los niños ya comenzaban a jugar con ella y se escondían tras ella en el juego del escondite y la intentaban abrir, fueron las que los mantuvieron alejados con castigos. Esperaron al invierno. Entonces utilizaron el hielo para empujar el ataúd hasta el barrio y medio, el que quedaba en la mitad del pueblo, ni arriba ni abajo, neutral.
Los vecinos de esa zona, al ver que la caja permanecía más de lo debido, siguieron la misma táctica, lanzaron cubos de agua a las calles heladas, empujaron. Y no es que existiera el convencimiento unánime de que era malo para la convivencia tenerlo, pero se optó por una decisión democrática. Algunos intentaron torpedear el referéndum con sobornos y falsos dirigentes, la mayoría decidió. Costó un poco más pero la voluntad de las mujeres y la fuerza de algunos hombres (eran más trabajadores que los del barrio alto) consiguieron que la caja resbalando fuese a parar a la parte baja.
            Allá todo era diferente, lo que caía ya no bajaba más. Era el final del polvo, de la lluvia, de los cantos rodados. Los niños fueron hasta el límite del pueblo al enterarse que allí había llegado. Ese lugar tenía todas las muñecas, balones y muertos del pueblo. Los pequeños corrieron cuesta abajo, contentos pero en silencio. Sabían que podían ser descubiertos por los mayores: los padres estarían vigilando y una mínima sospecha conseguiría que no les dejaran ir tan abajo nunca más.
            Los vecinos de esa parte los recibieron con alegría. Como eran dados a regalar y a dar cariño, amor y más amor, y siempre mucho más de lo que recibían, no se tomaron a mal ese dejar correr hacia abajo lo que arriba molesta. Tan sólo abrieron el ataúd, saludaron al muerto, y lo repartieron en pedacitos proporcionales entre todos los niños.