26 may 2011

La huida de E. D.



Desde aquel día, quién más quien menos, confía poco en Alejandro Dumas. Por su obra Los tres mosqueteros, por su imaginación o por su estilo (“le mot juste”), lo respetamos. Punto. Se ha dado a entender que en esta mina nos mueve un odio rotundo hacia él por dejar desprotegido a su personaje, pero no es así: es un rencor vago que en la bocamina mismo, o dentro de la jaula o mientras se está paleando se desvanece entre el carbón picado y las miradas oscuras.
Pasa que el rasgo distintivo de esta mina es la literatura. Antes del hecho que nos ha marcado solamente había capas, pozos, rellenos, etc. Pero los mineros ahora (tras lo que sucedió un buen día) hablamos de las novelitas clásicas sin dificultad, procurando que el humo de las explosiones o el polvo del carbón, lo que por aquí se llama la pipá, no nos atragante la idea. Quizá lo más difícil de todo sea hacer entender al que no conoce nuestra historia la verdadera razón de todo.
            -Perdonen, tenía la impresión que caminaba hacia el muro exterior –dijo una vez un tipo con melena francesa y camisa de preso.
            Y claro, escuchar cómo alguien pica en la pared, temer luego la aparición, y que se asome la cabeza de este hombre en la mina, cayendo después de rodillas en la galería y mirándonos a todos como quien ve fantasmas, pues asusta. El personaje que apareció de un agujero un día hizo una reverencia y se rascó la cabeza. Después soltó un ¡oh! que chocó con unas cuantas paredes formando un eco francófilo y se puso a reír como un perturbado.
            -¿Qué hace aquí? ¿De dónde viene? –tuvo que preguntarle alguien.
            -Llevo cinco años cavando hacia el muro... Le puse nombre a las piedras, veintidós mil cuatrocientas, veintidós mil –hablaba temblequeando.
-¿Francés acaso? ¡Se presente! –le ordenó enfadado el capataz.
            -Edmond Dantés, Conde de Montecristo.
            Nosotros, en ese momento, cogimos el pico y trabajamos como si no hubiésemos visto a ese loco. Fue una ilusión nos dijimos, una ilusión. Pasamos a analizar las elecciones generales y la tienda que había montado en el pueblo la viuda de Iríbar, lencería y cosas finas... Pero el capataz ordenó parar, nos reprendió la ligereza. No nos quedó más remedio que invitarle a beber agua y compartir los panecillos de anís. Que había sido preso injustamente, contó. Refirió su historia: era marinero, con planes de casorio con Mercedes, pero su mejor amigo, Fernand, hizo que le apresaran una noche (también estaba enamorado de ella) y le llevasen a la cárcel de una isla desconocida. Y aunque la novela señale que él escapó de allí escondido en el saco donde debía ir un compañero de prisión, un viejo sabio, y que era lanzado al mar desde uno de los torreones por unos guardianes despistados, por el momento no había sido así. Nada de nada.
-Sigo cavando el túnel, Dumas me ha abandonado -gimoteaba.
Y aquí comenzó nuestro interés por Alejandro, Flaubert, Balzac y el comediógrafo Molière, la venganza y la lectura de folletines franceses. Porque claro, ¿quién no va a creer en el autor y en su historia cuando un día aparece negro de hollín el protagonista? Pero en el caso de Alejandro Dumas es un creer vago, porque fuimos nosotros y no Dumas, ni su pluma, ni la muerte de un sabio, ni un saco inventado… No, fuimos nosotros los que ayudamos a ese buen hombre. Con un barreno por aquí y otro por allá le abrimos vía, rompimos muro y escapó de su prisión de piedra.